En tiempos del walkman y del comediscos


Me resulta curioso constatar el paso del tiempo a través de la evolución de la tecnología. Especialmente en los aparatos que usamos para escuchar música. La música es un medio especialmente evocador de emociones y también de los recuerdos en que las sentimos. Y me atrevo a decir sólo la música es la que evoca ciertas emociones, y recuerdos, sino también los aparatos en los que se reproducen. Estoy convencido de que los que ahora abogan por la vuelta del vinilo, más que unos puristas del sonido analógico, son unos sentimentales. Escuchan el crujir de la aguja sobre los surcos del disco y rápidamente su memoria les traslada a otra época en la que escuchaban esa misma música.

La primera parada de este viaje en el tiempo no es mío, sino de mis padres. Lo permite un trasto curioso, ese maletín que era un tocadiscos, y que se usaba para los guateques en los años sesenta. Abrías la maletita y ya tenías un giradiscos, listo para pinchar los éxitos del momento. Bailoteo Twist, los Beatles y los Rolling, y en España los Brincos o los Pekenikes, aunque esto es ir demasiado atrás en el tiempo para mí. Ese era el tiempo de mis padres, que ahora una serie (o más propiamente serial) de la televisión evoca. Eran tiempos duros y complicados, en los que la gente no poseía mucho, pero era más solidaria y amable. La gente vivía más en la calle, o a pie de rellano, como la escalera de Buero Vallejo, y hasta todos los vecinos conocían sus nombres.

Un aparato similar, no tan elegante aunque más práctico, casi un juguete, nos remontan hacia mitad de los años 70. Era el comediscos. Se trataba de un cacharro de forma circular, que llevaba bandolera y que parecía un bolso ultramoderno. Por una ranura en el borde introducía los singles y poco más tarde, con un sonido algo cascado, se escuchaba inmediatamente la canción. El disco no entraba del todo, de manera que se le veía girar a las 45 rpm. Recuerdo cuando una compañera del colegio lo llevó a clase. No se escuchaba bien, pero servía para poder escuchar los vinilos.

En los tiempos del comediscos mi mirada solo alcanzaba hacia las asignaturas, los exámenes y los programas infantiles por la tarde. Eran tiempos de inocencia. Pero era una época decisiva. No hacía mucho que Franco había muerto, y El Rey Don Juan Carlos (si, Don) había dicho en su investidura que iba a ser el rey de todos los españoles. Era el tiempo del inicio de la transición, esa “conspiración de la CIA” para llevarnos a un régimen parlamentario de elecciones libres. De las pintadas en las paredes pidiendo amnistía y libertad y también de la legalización del PCE. Los comunistas habían llegado para quedarse y para la cólera de los nostálgicos, que por desgracia, y tragedia, no se iban a estar quietos.

El comediscos era un invento interesante, pero no pasó de ser una mera anécdota. Quienes reinaban a la par, y sobrevivieron un tiempo más que el vinilo, fue el cassette. El hierro y cromo que cuenta un programa de la 2). Los cassettes fueron una revolución. Además de ser un medio cómodo de reproducir música, te permitía grabar lo que quisieras. La radio, o tu propia voz. Aquello era fantástico. Si sintonizabas una emisora que emitía una canción que te gustaba, pulsabas el botón “REC” y ya está. También podías hacer gracietas, grabar tus propias historias o alguna hacer como que la radio éramos nosotros. Grabamos un serial, con guion y todo, con mi padre y mis hermanos. Se trata de un momento feliz, en tiempos en que tenía muy poco, la preadolescencia empezaba a fastidiarme y ya experimenté mi primer desengaño. Pero de entre todos los recuerdos de esa época se me ha colado ese momento feliz, en el que mi padre dejó de ver la tele y se reunió conmigo y mis hermanos, como uno más, en torno a ese pequeño radiocasete, a jugar a que grabábamos un serial de radio.

Hasta recuerdo tener un radiocassette propio. Al cumplir los catorce, mi madre me llevó a una tienda en la calle Fuencarral (que ya no existe) y me regaló uno. Era plateado, de formas rectangulares, con un asa y muy ligero. Aquello era fantástico. Ya podía reproducir la música que yo quería y donde me apeteciera.

Unos pocos días antes, un veinticuatro de febrero de mil novecientos ochenta y uno, en un radiocassette distinto al que me iban a regalar, escuchamos el transcurso de la jornada. No en casa, sino en el colegio. Teníamos examen, como por aquellas fechas, pero ese día era distinto. La frase más repetida desde la tarde anterior era “han entrado en el congreso”. Yo algo indiferente a aquello me había centrado en estudiar el examen del día siguiente. Pero no lo hubo. En su lugar, escuchar expectantes lo que se decía en la radio desde aquel pequeño radiocassette.
Pero lo del radiocassette ligero y portátil no se iba a quedar en aquel rectángulo cuadrado que parecía una maletita pequeña. No pasaron muchos años después del radiocassette de que irrumpiera El walkman. El walkman fue una revolución en los ochenta. Fue una idea de Akio Morita, el presidente de SONY, quien quería escuchar música mientras jugaba al golf. El resultado, un aparatito increíblemente pequeño, tanto como el propio cassette. Lo que no era pequeño era el precio, así que yo me conformaba con la pletina y el loro.

Recuerdo que en la época del walkman mi economía no manejaba cantidades de más de dos cifras (en pesetas) aunque esto no era un problema pues no necesitaba el dinero más que para tebeos, libros (que si compraba) o maquetas (que montaba y poco después eran destruidas). Era un tiempo en que como yo, el país tenía muchas esperanzas de futuro. Recuerdo la expresión “ya verás cuando vengan los socialistas” no como amenaza, sino todo lo contrario. Eran tiempos de esperanza, en que España estaba “de moda” en la cultura internacional, de la que ya se hablaba como un modelo de cambio político de forma ejemplar y sin derramamiento de sangre (aunque esto no es cierto, por desgracia). Los tiempos del walkman fueron complicados, en que no cesaban las noticias sobre atentados salvajes, la heroína hacia estragos y las tiendas de barrio parecían bancos, reforzando sus medidas de seguridad por los atracos.

Y mientras me empeñaba en no rayar las pistas de vinilo, y para evitarlo grabar en cassettes todos los discos “buenos”, apareció aquello llamado “Compact Disc”. Era la revolución. Adiós a los discos rayados, a cambiar la aguja, y a buscar más sitio en tu casa. El CD era pequeño pero matón, sonido digital, no tan fiel como el análógico, pero suficiente para un oído poco educado como el mío.
El CD me hace regresar a tiempos más próximos. Era el tiempo de los sueños. No faltaba mucho para terminar la carrera. Aún no tenía muchos medios (recuerdo que el primer CD “The miracle” de Queen lo compré a medias con mi hermano Gonzalo) aunque algo tenia.

Al regresar de este viaje en el tiempo estamos en el ocaso del CD y hegemonía del mp3. Ahora la música se escucha en el móvil, que no es un reproductor, sino un teléfono y otras muchas cosas más. Estos aparatitos, los smartphones, permiten encierra en un bolsillo toda la tecnología que tres décadas guardamanos en una habitación. Para los más jóvenes, y yo mismo, los teléfonos móviles retendrán en el futuro muchos recuerdos, junto con el vinilo, el comediscos, el radiocassette, el ya superado CD. Para mí, contemplar o siquiera poder usar estas “maquinas del tiempo” me hacen reflexionar sobre lo que fuimos, y sobre lo que soñábamos que íbamos a ser. Sobre los sueños rotos, y la certeza de que nunca se cumplirán. También, sobre lo efímero de las cosas, actuales hoy y obsoletas no mucho después.

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