Madrid es un lugar deshumanizado, contaminado y ruidoso,
además de inhóspito y frío, como dijo hace tiempo un escritor valenciano. Pero tiene
algo que nadie puede rebatir: es imposible aburrirse. Y además, no tiene por
qué ser pagando. Hay muchos lugares en los que se puede entretener y pasar un
rato agradable y sin “apoquinar un ochavo”.
Uno de estos lugares es la casa del lector, que más que una
biblioteca es un lugar espléndido para disfrutar de los libros. Se trata de un
local recuperado de los muchos del matadero de Madrid, lugar de actividad
cultural contemporánea, que se me antoja como una pequeña ciudad de la cultura
(y que bien podría haberse llamado así): donde antes se degollaban a las reses
para alimentar a los madrileños, ahora se cultiva el arte, el teatro y el
diseño para saciar nuestro hambre del espíritu.
El caso es que como digo, de todos estos locales, la casa
del lector es mi favorita. Tiene un diseño que me encanta, combinando lo
antiguo con lo moderno, de techos altísimos, tabiques acristalados que favorece
un ambiente justamente para eso, para la lectura, a pesar de que es un sitio
donde no para de pasear la gente, por las muchas salas de exposiciones y de
actividades para todos.
Y de todas estas salas, estaba una de exposiciones, sobre los
viajes extraordinarios de Julio Verne. No es una exposición en realidad, sino
una muestra de primeros ejemplares y de manuscritos de algunas obras del
visionario de Nantes. Me llamó la atención la cuidada caligrafía con la que
escribía sus manuscritos, aparte del detalle acerca de cómo lo hacía; en una
columna hacia la izquierda, dejando un amplio margen en la parte derecha de la
hoja en la que podía anotar correcciones.
También había un par de maquetas, una de un trasto volador,
colgada obviamente del techo de la sala, y otra, protegida por una urna de
metacrilato, del submarino Nautilus.
A mí a lo lejos me parecía más bien parecido al ictíneo de
Monturiol o al Submarino de Isaac Peral. Cuando me acerqué lo suficiente, la
bandera “N” que coronaba la maqueta me sacó de mi extraña idea, que por cierto
era algo descabellada (los españoles no gozábamos del reconocimiento del padre
de la ciencia-ficción, aunque es evidente que nos adelantamos con creces a su
anticipación). El caso es que ya, teniendo claro que me fijaba, más que en el resultado
del trabajo de dos genios españoles, en el fruto de la imaginación de un
escritor, no pude sino quedar encantado con aquella romántica idea que
describía la maqueta: entre aquellas salas de máquinas a escala, los camarotes
diminutos, y la piel metalizadas del Nautilus, me sucedió, en aquel momento, un
viaje evocador. Era como viajar en el tiempo, hacia atrás de mi memoria, donde se
encontraba mi infancia tardía, las tardes de verano en que abrí por primera vez
“Veinte mil Leguas de Viaje Submarino" y me embarqué, por primera vez, en un
viaje extraordinario conducido por la imaginación que aún no ha terminado.
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