NI ARSENIO LUPIN NI JEAN ROBI

Ni Arsenio Lupin ni Jean Robi (El gato). No soy ninguno de los dos, pero una vez me sentí tentado a imitarlos, aunque con menos glamour. Fue algo extraño, una sensación de deseo de materializar una acción, que al final cumplí. Algo pueril, quizás, pero para alguien encerrado en el recuadro de un individuo cumplidor, contribuyente puntual, supuso un cierto alivio liberador. Durante un instante, me puse en la piel de un ladrón de guante blanco, aunque al final no llegué más que a un chapucero cleptómano. Esto fue lo que ocurrió.


Ese día salía de una larga reunión con el cliente y a MariJo le tocaba turno en el hospital, así que tenía la tarde libre. Acababa de salir del centro de negocios donde nos habían ofrecido un frugal almuerzo, bastante temprano pues varios de los reunidos eran extranjeros y a las doce y media les tocaba fajina. Así que cogí el metro con la intención de ir al centro. Como de costumbre, la estación estaba vacía y el torniquete se había estropeado así que podía pasar sin pagar, cosa que no hice y honradamente introduje el tique en la ranura y cruce la entrada con todo el derecho que el pago del billete me otorgaba. Otros no lo hicieron, y alguno hasta me miró como si dijera “vaya un primo este”. Sin más, entré en el vagón y me dirigí hacia mi parte favorita de la ciudad. Cuando llegamos, salí y fue dando un paseo por la ancha avenida, hasta que me paré con uno de esos cafés de esa cadena que tanto me gustan a mí y a MariJo.

Soy una especie de bohemio postromántico fuera de su época; si hubiera elegido donde y cuando vivir hubiera elegido sin duda el París de la Belle Epoque. Soy por ello un fanático de los cafés. Los hay frecuentados por artistas, los hay que mas bien parecen una librería en la que sirven un brebaje malo, pero que luego no hay muchas mesas y al final ni cafetería ni librería ni nada de eso; y también están el fenómeno de las franquicias, los locales unificados que se han reproducido como una espora por el tejido urbano; algo que, sin embargo, me gusta. Así es más fácil elegir, siempre es lo mismo, solo cambia el nombre de la calle.

El otro día escuché que en Milán uno se toma el café y cuando termina se marcha; algo muy diferente de aquí, puedes quedarte el tiempo que quieras dándole a la húmeda o leyendo un libro, que es lo que precisamente pretendía hacer. El café era una excusa, más bien, era un salvoconducto para quedarse allí toda la tarde. Lo pasaba bien en ese lugar, mientras pensaba en aquello vi que tras una parte acristalada, había un esplendido lugar con un par de butacas y una mesita.

Así que me encontraba frente a la entrada de ese tan frecuentado local, como he dicho. Acababa de hablar con MariJo; tenía que desconectar el móvil pues se tenía que preparar para una operación. Me encontraba pues, libre de hacer lo que quisiera, así que, sin más, entré en la cafetería. Fui al dependiente que esperaba con dentífrica sonrisa mi pedido. “Un café con vainilla batido y un poco de caramelo” le dije. Tras preguntarme si quería algo de comer, le respondí que no y a continuación me preguntó si quería tomarlo allí o era para llevar “En realidad el café es una excusa” repetí mentalmente, “por eso he pedido el más pequeño”. Bueno, el caso, es que me preguntó si, en tal caso me quedaba, quería tomar el café en una taza de porcelana, en lugar de esos vasitos de papel tan prácticos y tan americanos, que se pueden llevar a cualquier parte no sin quemarte los dedos y por eso te dan un cartoncito ridículo; así que, sin dudarlo, dije que sí. El amable empleado, que creo que era italiano por lo mal que hablaba, tomó una taza grande de porcelana del fregadero, y me dijo que aguardase.

Solo faltaba localizar mi sitio. Lástima que estaba ocupado. Mientras esperaba que me dieran mi café, buscaba un lugar alternativo. Había muchos, pero yo quería ese. Miraba a distancia la butaca que de espaldas a mí estaba ocupada por quien se me había adelantado. Sonó mi nombre, dejé mis cosas resignado en el lugar elegido y en ese momento, me entregó el Mug, que es como se llama es tipo de taza de porcelana, con la humeante bebida. Con el Mug en la mano, ya digo, me asomé de nuevo, sin mucha esperanza, pero ¡el sitio estaba vacío! Debían haberse marchado mientras estaba esperando mi café. Eufórico, fui hacia allí, dejé mi taza en la mesa, marcando el territorio y a toda velocidad di la vuelta a por mis cosas. Regrese para ocupar mi plaza conquistada, me acomodé en la butaquita a disfrutar de un café bien calentito y tras anotar algunas citas importantes en la agenda saqué el libro de la cartera y me dispuse a zambullirme en sus páginas y de esta manera olvidarme de todo lo demás.

Perdí un poco la noción del tiempo, embebido en las aventuras del personaje de la novela. Se trataba de un ladrón de guante blanco que había planeado el robo de una valiosa joya, un objeto pequeño, fácil de ocultar y que no supondría mucha dificultad para un profesional como el de la historia.

Miré a la gente que había en el café, dos ejecutivos trajeados que escuchaban a una compañera bien arreglada y que segura de si misma, dominaba la conversación. Un empleado de una empresa que con otro estaba firmando un escrito de protesta contra su jefa, un hombre en silla de ruedas que estaba justo frente a mí, observando atento mis movimientos.

Aún faltaba por apurar un sorbo del café, ya frío. En ese momento, cuando solo quedaban rastros en la taza, se me ocurrió algo. No suponía un perjuicio para nadie, pues no les habría costado gran cosa, además, el café no era barato, supongo que con el precio compensarían pérdidas por lo que les solían hacer y yo en ese momento pensaba hacer igualmente.

Sopesé en los pros y en los contras. Sentía algo extraño, una tentación de cometer una chiquillada inocente. Algo no adecuado para alguien como yo. Habían cambiado de turno, y además, en la mesa mis antecesores habían dejado sus vasitos americanos, esos tan prácticos. El hombre de la silla de ruedas se había marchado. Los empleados estaban recogiendo las mesas, pero solo las desocupadas. Una de ellas me miraba algo impaciente, esperando que me marchara de una vez para limpiar la mesa. Estaba seguro de que no se habría dado cuenta. Me vino una tentación de hacerlo. No la necesitaba, pero era un trofeo. Miré la cartera, no cabía. Podría ocultarlo en la chaqueta. Vale. En un momento en que la limpiadora estaba distraída, con disimulo y rapidez, ¡zas!, cogí la taza y la puse bajo la chaqueta. Comprobé satisfecho que ninguno de los empleados se había dado cuenta. Seguían en sus tareas, como si tal cosa. Y en ese momento, miré casi sin quererlo hacia arriba.

Una bolita negra, fijada al techo, estaba situada casi encima de mí. Esas bolitas que no son sino cámaras de vigilancia. Estaba perdido. Para más desgracia, El hombre de la silla de ruedas volvió y se fijó en mi mesa. Sabía de sobra que la taza ya no estaba. Tenía que salir de ahí a toda prisa, antes de que se produjera una situación embarazosa. Hice una bola con la chaqueta, donde dentro estaba mi botín, metí el libro y la agenda en la cartera y salí de allí a toda prisa. Fui lo más ligero que pude, con disimulo, silbando como si tal cosa, zigzagueando, parándome en un quiosco por si salían en mi busca. Supongo que una mierda de taza no justificaba tal esfuerzo para unos empleados a tiempo parcial, así que me relajé y abandonando aquel temor tan pueril busqué una boca de metro. En aquel trayecto aún sentía una extraño temor. Cuando bajaba las escaleras, me giré por si acaso y alguien se fijó en mí con cara de sospecha, sabedor de que yo temía algo, así que dejé de hacer tonterías y entré en el metro. Me metí en el vagón que en ese momento acababa de llegar al andén y en ese momento suspiré aliviado y pensé. ¿Sería es ala sensación de los profesionales de lo ajeno? ¿Ese torrente de adrenalina, y el hecho de no ser descubierto aún a riesgo de ello era el motivo principal de los ladrones de guante blanco, más que el dinero que pueden ganar honradamente merced a su inteligencia?


Tras tres cuartos de hora largos, llegué a casa. Aún no había llegado MariJo. Entré eufórico en la cocina y allí fue donde evalué los resultados de aquella acción. La chaqueta estaba perdida del caramelo con el que habían endulzado el café. Y estaba pegajoso en la taza. Una chaqueta nueva, directa al tinte. La taza, bastante usada, estaba rota por abajo y mostraba signos de desgaste. Y lo peor de todo no fue aquello. Comprobé aterrado, cuando abrí la cartera, que mi estilográfica de oro no estaba. En ese momento recordé la última vez que la vi. La había dejado sobre la mesa, y con la tensión de ocultar mi botín olvidé guardar lo más valioso. Por un momento pensé en volver y preguntar por ella, pero seguro que otro se me habría adelantado y ahora estaría en su poder. Conseguí al final una taza de porcelana vieja a cambio de una estilográfica de oro. Ahora a mí me toca “conseguir” otra igual.

Tiré la taza y me fui a dormir. Menuda aventura más idiota, pensé. Los que estamos predestinados a ser honrados quizá lo seamos porque no podemos ser otra cosa. Decidí no emprender más ese viaje por lo impropio y concilié el sueño.

Comentarios

  1. ¡Muy buena! Por decir algo, dale un repaso, para corregir los típicos despistes y alguna repetición. Por lo demás, me ha gustado mucho. Sí, el que nace honrao, nace honrao. Yo recuerdo que, siendo muy niño (unos siete u ocho años tendría yo), mangué una pastilla de jabón "para ver qué se sentía". Luego, tuve que tirarla y me sentí bastante gilipollas. Un poco como tu personaje. Desde entonces, no he vuelto a sentir esa tentación, la verdad.

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