LAS MOSCAS

He vuelto a leer un capítulo de la primera novela de Carlos, injustamente silenciada por las circunstancias. Lo leo por el simple placer que me produce esta historia, paralela al argumento principal, de dos perdedores que eligen un camino equivocado para su supervivencia pero correcto para sus principios.

Me ha parecido bien insertarlo aquí para que alguien más pueda hacer justicia a este texto. Quizás algunos no coincidan en mi valoración pero a mí no deja de convomerme. Para mí, es lo mejor de la novela.

Ahí va:

CAPÍTULO 19

LAS MOSCAS


¿Los habían descubierto? No, no era posible. Había entrado en aquel bar por pura casualidad. Sólo para tomar algo y calamar la intranquilidad que la agarrotaba la garganta. Vera corrió con toda su alma bajo el aguacero. El miedo la había hecho reaccionar con violencia. No quería hacer daño a ese tipo, pero no podía permitir que la delatase. Quizá lo hubía matado. Estos pensamientos la torturaban. En todo caso, era tarde ya para arrepentirse; lo hecho, hecho estaba. Su única preocupación ahora, era llegar a tiempo a su cita con Marcel. Los dos acordaron escapar juntos del burdel, en cuanto se dieran las circunstancias propicias. Esa noche, ambos tenían avisos y una clienta de Marcel se ausentaba de la ciudad por una temporada. Si se reunían después de cumplir el servicio, nadie les echaría en falta hasta la hora del recuento. Para entonces, ellos podrían estar cómodamente instalados en la casa. Sólo hacía falta que Vera pudiese abrir la puerta y tendrían un techo donde cobijarse. Juntos. Esa era la razón, necesitaban estar juntos. Para ellos resultaba muy difícil distinguir sus emociones. No estaban diseñados para sentir, sino para complacer. Pero, que no supiesen ponerles nombre no detenía el tropel de sentimientos que les invadían y que eran incapaces de dominar cuando se encontraban frente a frente. Apenas tenían tiempo para madurar, y su psique ya tenía que afrontar las reacciones de un humano adulto. Vera tenía cada vez más dificultades para controlarlas y temía haber hecho daño a aquel hombre en su arrebato.

Estaba empapada y jadeando cuando llegó a su encuentro. Marcel la abrazó y la besó apasionadamente, como había abrazado y besado a tantas otras mujeres antes. La escena tenía no sé qué de artificial. Forzada en su candor infantil, como sacado de una novelita rosa.

- ¿Te han seguido?
- No, no lo creo.- dijo, tas una leve vacilación clavando sus preciosos ojos azules en él.

Vera prefirió ocultar su encuentro del bar. Así, con el pelo chorreando y pegado a la cabeza, Vera estaba más bella que nunca. Pensamientos y deseos bullían en la cabeza de Marcel confusos, primitivos, inarticulados. Subieron.

- ¿Crees que podrás hacerlo?
- Sí.- Vera se puso manos a la obra.

Un cliente de Vera la enseñó una vez a forzar puertas, como si fuera un juego. Nunca pensó que aquello llegaría a serle tan útil. Esta no parecía más difícil que otras, con las que había practicado antes por puro entretenimiento. Era, más bien, la situación misma lo que la ponía nerviosa y hacía torpes a sus manos. Marcel vigilaba inquieto el rellano, temiendo que descubriesen a dos androides irrumpiendo en la residencia de una humana. Llamarían a los vigilantes, que los abatirían sin preguntar, y nadie lo lamentaría. Salvo quizá algunos de sus clientes habituales. Seguramente, al enterarse relatarían a todo el que quisiera escucharles, entre felices e indignados por su efímero protagonismo, que conocían personalmente a aquellos androides que terminaron enloqueciendo. Les explicarían que nunca notaron nada extraño en su conducta. Especialmente en sus últimas citas. “Fíjate, los descubrieron esa misma noche”, diría seguramente la mujer que aquella velada había tenido a Marcel entre sus piernas. Por fin, la puerta se abrió con un suave quejido de su cerradura quebrantada. Marcel sonrió satisfecho a Vera, que le devolvió la sonrisa y ambos entraron en la casa. Por primera vez en su vida, estaban solos. Afortunadamente, la dueña de la vivienda tenía algunas provisiones almacenadas en el frigorífico. Esto les daba un margen de tiempo para pensar en lo que harían en adelante. En cómo se ganarían la vida. Toda su planificación alcanzaba hasta el instante de ocupar la casa en la que se encontraban. Ante ellos se abría el abismo. Ya no tomarían aquellos comprimidos de Símplex, ni acudirían a más citas, ni cumplirían más servicios. Dependían por completo de sí mismos.

Marcel y Vera estaban perdidos y dichosos. Era tan hermoso no pensar en el porvenir. Durante semanas sólo tuvieron tiempo para ellos. Para jugar como niños, el uno con el otro. Eran felices acariciándose, amándose en su pequeño mundo, oculto a todos los demás. Todo aquello para lo que habían sido diseñados, cobraba nuevo sentido, se contemplaba bajo una nueva perspectiva. Permanecían en la cama uno al lado del otro, desnudos y sudorosos, sus cuerpos jóvenes y admirables abrazados apretadamente. A Vera le gusta dormirse con la cabeza apoyada en el pecho, firme y musculoso de Marcel. A él, le gustaba colmarla de besos empezando desde los pies para alcanzar dulcemente la cabeza. Lentamente. No tenía prisa por terminar.

Marcel y Vera sólo se separaban por obligación, para acudir de nuevo ansiosos el uno junto al otro, como si hubiesen estado separados más tiempo del que podían soportar. Semejante estado de cosas no podía perdurar y pronto no quedó nada que comer. Habría que salir al exterior y enfrentarse al mundo. Solos. “¿Qué haremos? ¿Cómo nos las arreglaremos?”, preguntaba Vera cada día aferrándose a él. “Nos ocuparemos de eso mañana”, contestaba siempre Marcel. Un mal día, Vera se levantó temprano, entró al cuarto de baño y se vio en el espejo. Algo le había sucedido a su cara. Tenía unas yagas en las que no había reparado la noche anterior. Se miró las manos. También estaban allí. Las tenía por todo el cuerpo, como si sus tejidos se estuvieran descomponiendo. Vera supo que algo terrible le ocurría, y sintió miedo. Por primera vez, tenía plena certeza de sus emociones. En el burdel de Símplex donde trabajaban les advertían de ello a cada momento. Si no tomaban los comprimidos que les entregaban, les sucedería algo terrible; primero se descompondrían sus cuerpos, después se desmantelarían sus mentes. En aquellas cápsulas, Símplex les administraba la micromáquinas que reemplazaban a las que se perdían por puro desgaste. Sin ellas, sus cuerpos eran incapaces de sintetizar proteínas. Marcel y Vera no lo creían. Él la convenció de ello, pero ahora se daba cuenta de que no les habían engañado. Aquello tan “terrible” que les amenazaba si no tomaban sus medicinas como niños buenos, estaba empezando a sucederle. Como si le hubiesen dado la espalda, un dios atroz e implacable la estaba castigando por su rebelión. En el burdel, no tenía voluntad, no había emociones, no conocía la culpa no existía el sufrimiento de vivir. Allí estaba protegida y, a cambio, sólo tenía que entregarse dócilmente.

Se acercó al espejo, para verse mejor pero no había escapatoria. Su belleza se marchitaba. Estaba atrapada en aquella casa, desamparada en un mundo que no comprendía y en el que no contaba. Ni su desaparición ni su muerte cambiarían absolutamente nada. Símplex la reemplazaría por otra, como otras veces vio hacer con los demás y todo seguiría exactamente lo mismo.

¿Cómo detener aquella degradación que empezaba a cobrarse a su cuerpo como su primera víctima? ¿Se volvería loca después, como le vaticinaban en el burdel? Mirándose horrorizada en aquel espejo, mientras se hacía estas preguntas, Vera comenzó a odiar a Marcel. Lo odiaba con tanta intensidad como lo amaba al levantarse, apenas un momento antes. Él la había convencido para escapar. Escapar, ¿adónde? ¿A aquella casa? Estaban perdidos en la nada, extraviados en su infierno particular a espaldas de todo. Ya no existían. No eran nada. Menos que nada. Vera contemplaba su reflejo con horror. Observaba su piel ajada; su mirada antes azul, ahora estaba turbia; su pelo, antes sedoso y radiante se desprendía al menos roce. Sus senos se agrietaban, perdida ya su opulenta lozanía. Casi imperceptiblemente, se convertía en un monstruo en el que apenas se reconocía. Odiaba a Marcel. Sí, él tenía la culpa de todo. Él la había arrastrado hasta allí. Se odiaba a sí misma.

Se dirigió a la cocina, abrió un cajón y buscó un cuchillo decidida a vengarse de él. Vera se acercó silenciosa, como sonámbula, hasta el lecho donde Marcel dormía aún. Lo contempló durante unos segundos mientras levantaba las manos que empuñaban el cuchillo, temblando como una hoja. Lo amaba con y lo odiaba con toda su alma. Como ella, también Marcel se desarmaba. Estaba furiosa contra él pero al verlo allí, tan desamparado y frágil como ella misma, su voluntad flaqueó. Lo amaba tanto. Por un instante se detuvo, bajó las manos y dudó. Luego, recobró el aliento y hundió el cuchillo en el corazón de Marcel, que se despertó con una terrible expresión de horror en los ojos. Apenas un instante y ya estaba muerto. Vera lloró. Lo había matado por amor. Para impedir que se viera como ella lo veía ahora. Como ella se había contemplado a sí misma ante el espejo. No quería que se odiara, que la odiase a ella, como ella lo había odiado a él en su desesperación. Marcel tenía que morir sin pasar por ese infierno. Bastaba que ella lo hubiese sufrido por los dos. Murió feliz y ella le había proporcionado aquella dulce muerte. Para Marcel, la fantasía de su libertad había durado por siempre. Luego, se tumbó a su lado, y esperó la locura y la muerte, bañada en su sangre aún templada. Así les encontró la dueña de la casa al regresar, envueltos en la nube de moscas, impasibles y estúpidas, que devoraban indiferentes sus cadáveres.

Comentarios

  1. Con agradecido permiso del autor, que conste.

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  2. Creía necesario promocionar este fragmento, pues, dicho sea de paso, esta acción ha producido el efecto que deseaba: Que saliera a la luz y si era posible que los lectores compartieran mi impresión sobre esta lectura. Tengo el privilegio de conocer al autor, y por ello doy las gracias por que me permitiera por adelantado que lo publicase. Pienso repetirlo, si el, por supuesto, está conforme con ello

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  3. El autor se fía de su criterio, señor Erro.

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  4. Porfa. En la frase que dice "Un cliente de Vera la enseñó una vez a forzar puertas, como si fuera un juego..", me parece que he cometido un error gramatical. Ese "la enseñó" es un laísmo, creo. Corrígelo, porque deberái decir "le enseñó", si no me equivoco. Gracias.

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  5. Si, es un laísmo. Con tu permiso, lo corrijo.

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