MIRAR AL CIELO

Y tres. Espero que os guste, lectores.


 

Miro hacia arriba para admirar el prodigioso cielo de Madrid.  Es algo que no suelo hacer. Pero cuando recuerdo hacerlo no dejo de alegrarme.  Suelo dirigir la vista demasiado hacia abajo o no más arriba de nuestras cabezas.   Caminamos a toda prisa, vamos de uno a otro lugar con la cabeza baja, sumidos en pensamientos efímeros,  observamos frente a nosotros hacia nuestros semejantes que se cruzan yendo a toda prisa de un lado a otro, en una carrera diaria que seguirá al día siguiente.  Comprobamos al cruzar la calle que los coches han parado y proseguimos nuestro camino.

Un día caminando por la Gran Vía, me sentí tentado de elevar la vista y descubrí un mundo desconocido.  Aquellas formas arquitectónicas, que nos observan desde arriba impasibles.  Cúpulas y cornisas bien labradas. Esculturas desconocidas, que ajenas al inexorable paso del tiempo. Relojes colosales, que marcan el paso de los momentos que ya no volverán.  Todo un mundo tranquilo, silencioso, ajeno al ruido y la vorágine de abajo, testigo mudo del devenir de nuestro mundo inferior.

A veces contemplo la ciudad desde arriba. Son ocasiones especiales, abren al público una azotea o voy de visita a un mirador. Contemplo así  todo el paisaje urbano. Desde allí, hacia el horizonte, todo es un páramo de tejados y azoteas que se confunden donde solo destacan algunos edificios singulares. Hacia abajo, el río de automóviles en ambas direcciones. En las orillas,  figuras diminutas que van y vienen y que alguna de ellas, como yo, dirige la mirada hacia arriba, como yo hago.  Salvo el volumen de los vehículos todo es silencioso. Las voces de los que están abajo no llegan. 

Comentarios