COMPITO LUEGO EXISTO

Detesto competir. Sé que es una afirmación poco correcta en nuestra sociedad emborrachada de estadísticas y de éxito. Sin embargo, lo reitero rotundamente y sin pudor, porque pienso sin duda alguna que la competitividad va asociada a la injusticia. “Que gane el mejor”, es el lema siempre promovido en concursos de todo tipo, en festivales de cine, de música y en competiciones deportivas. Sin embargo en el reverso de esta cara noble se encuentra otra formada de intereses creados, de tratos de favor y de conveniencias. Y si no que se lo digan a esta pobre chica extremeña que cantó en sábado pasado en Eurovisión, que lejos de que me guste demostró hacerlo mejor que otros como el tonto del violín y aún así quedó penúltima. Que se lo digan a uno de los mejores pilotos de fórmula uno del mundo, que acabó mendigando escudería tras ser vilmente engañado y servir de liebre a su compañero de escudería, y todo por no ser inglés, hasta que acabó harto de tanta mala sangre. Que gane el mejor. Me río yo.

Todo aquel ingenuo que se enfrente a sus rivales con esta única premisa será pronto eliminado. Lo barrerán rápidamente de la palestra, tumbándolo en el más triste y solitario de los ridículos. Luego éste alzará la cabeza y verá cómo otros, mucho menos capaces seguramente, se han alzado con la gloria del triunfo y son aclamados por la multitud que ensordece los gritos.

Ser bueno, incluso ser el mejor, no implica necesariamente ser reconocido como tal. Nicola Tesla compitió con Edison en un litigio entre la corriente alterna y la continua como forma más adecuada de transporte de energía, y al final ganó la peor. Millones de ordenadores se bloquean diariamente en el mundo merced a un sistema operativo, mayoritariamente aceptado, pero que es el más malo de todos los disponibles. El sistema Betamax compitió con un VHS más mediocre y acabó derrotado. Lo mejor no siempre es lo que triunfa. Injusto pero cierto.

Esforzarse para ganar es una idea que nos han inculcado desde pequeños y si uno se niega a hacerlo es considerado como un bicho raro y hasta de poco fiar, curioso “malo cuando a alguien no le importa perder”, pude escuchar. A nadie le disgusta ganar, lo sé. A mí tampoco. Pero no a cualquier precio. No quiero servir a la nueva religión moderna de la competitividad, nacida de la ética puritana que germinó en las costas de Nueva Inglaterra; esa moral, embebida sutilmente en los guiones de muchas películas de Hollywood que nos martillea en el cerebro una y otra vez, que reza en un salmo repetitivo que uno, si se lo propone, puede conseguirlo todo. La competitividad es la nueva religión, basada en la selección de las especies. Esa ética Darwiniana, que supone aplastar a los más débiles para amontonarlos en un inmundo pedestal y erigirse sobre ellos. Sólo para edificar al fin un mundo de falsedad y a la postre injusto. La lógica de la selva al fin y al cabo.


Solo los más fuertes vencerán, dicen. Solo los más idiotas se lo creerán, pienso yo.

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